1

Parte I: El mercenario


1


Como si con decenas de dagas me apuñalaran al mismo tiempo, una sensación de dolor recorrió mi piel haciendo que recobrase el conocimiento. Mi cuerpo, desnudo excepto por un harapo que hacía de túnica de esclavo, moría al contacto con la nieve.

Mucho tiempo atrás, yo era un enclenque muchacho de las llanuras que rodean Turia de nomadismo y asaltos a caravanas. Mi tribu, los Tuchuk, las habita desde incontables generaciones junto a otras tres tribus vecinas: los Kassar, los Paravaci y los Kataii. Así que da igual por cuál de las nueve puertas de Turia pretenda entrar un mercader, porque un nómada le habrá cortado el paso diez pasangs antes de llegar. Vivimos de los turianos, en una extraña simbiosis producto de una mezcla de violencia y mercado. Pero yo nunca supe adaptarme bien a la vida entre los carros nómadas.

Crecí al cargo de Da-Var, un comandante de un millar que me crió después de que perdiese a mi familia. No les recuerdo, ni conviene entrar en detalles sobre esa etapa de mi vida. Sólo sé que, por condicionantes de todo tipo, crecí difícilmente entre los nómadas. Pese a ser custodiado y educado por un guerrero, hermano de mi padre, también gran luchador, nunca se me dio bien el manejo de las armas. Las quivas jamás acertaban en el blanco si yo las arrojaba; la lanza siempre fue demasiado pesada para mi débil brazo, que colgaba de mi torso como una mera prolongación inservible y sin fuerza; mi puntería con el arco era muy limitada, y si se trataba de disparar montado en una kaiila, ya ni siquiera era capaz de cargar la flecha a trote; quizá la boleadora se me diera algo mejor, pero las tres piedras que la conformaban pesaban demasiado para mi cintura estrecha y huesuda. Así, tardé poco tiempo en ser la vergüenza de Da-Var, un vanidoso guerrero que contaba con todas las marcas significativas de los Tuchuk en su rostro. La roja, la del coraje, se repetía en dos ocasiones a lo largo de su piel, uniendo sus ojos y su nariz mediante una línea roja tallada en su carne a base de sangre y acero. Cada una de las marcas de su cara le daba a su mirada una actitud aún más orgullosa. Da-Vur era muy respetado entre los carros y sus hijos seguían los pasos de él.

Damcha, el más mayor de ellos, era al mismo tiempo el más atento a cualquier acción mía para herir mi orgullo. Cualquier gesto torpe o palabra desacertada era una ocasión para poder tratar de ofenderme y humillarme. Y Chatak, el tercero de ellos, no tardaba nunca más de un ihn en acompañar con una risa falsa cada uno de los ataques. A mí nunca me importó. No sólo era una vergüenza para el pueblo, sino que además era un hombre incapaz de preocuparse por ello. Jamás me produjo la más mínima inquietud el ser objeto de risas por no ser un guerrero como Da-Var; o por el hecho de no tener siquiera un nombre. Siempre fui “el hijo de Di-Kur”, mi padre, ya que en mi tribu nadie tiene el honor de contar con un nombre hasta que se hacen méritos para lograrlo.

En realidad, pocas son las palabras necesarias para describir mi vida al margen de los carros. Yo también era nómada, como mi pueblo, pero alimentaba mis días con una devoción distinta. Me entretenía jugando entre los boskos o tratando de descubrir hasta cuántos tipos distintos de flores y plantas podía encontrar a lo largo de cada viaje en carro. Corría al lado a las crías de kaiila o me acercaba a las jaulas de eslines para provocarles y ver sus reacciones. Siempre fui muy amante de todo aquello que nos rodeaba y pocos apreciaban, pero sobre todo de los animales. Eso también daba lugar a que Damcha y su bufón me apodasen de muy distintas formas:

¡Kajira! ¡Corres junto a la kaiila como una esclava! –Exclamaba entre risas el primogénito de Da-Vur.
¡Cierto! Entrena para poder ser una buena kajira. –Terminaba sentenciando Chatak.

Yo, sin embargo, hacía caso omiso de sus burlas. Lo mismo hacía el segundo de los hermanos, Kii. No recuerdo que jamás entrara al juego. De él, en realidad, casi no tengo recuerdos que hayan grabado en mi memoria una mala sensación. Sólo retengo su imagen junto a la gran rueda del carro, afilando la punta de su lanza o practicando con sus quivas. Pese a no ser el primogénito, era muy diestro con todas ellas y superaba con creces en habilidad a sus hermanos, incluyendo a Damcha. Kii siempre estaba callado y sólo hablaba si era necesario. El resto del tiempo se limitaba a entrenarse y observar lo que le rodeaba en un incómodo silencio que provocaba que le admirase aún más. Si alguna vez tuve un hermano a lo largo de mi infancia, ése fue Kii.

No hay comentarios:

Publicar un comentario