3

3


Nuestros pasos me alejaban cada vez más de los carros, hasta convertirse éstos en una hilera lejana en la cual era imposible distinguir dónde empezaba uno y terminaba otro. Dejando atrás una descomunal polvareda, la silueta serpenteaba a lo largo y ancho de las llanuras. Procuré no mirar mucho atrás, pero cada ehn sucumbía a la tentación de volver la cabeza y contemplar lo que siempre fue mi hogar. Sel-Ho caminaba erguido, en ademán de orgullo y vanidad, con el cuello firme y el brillo de su casco deslumbrándome cada poco. Pendían de él unas crines de kaiila que lo adornaban a lo largo de la cresta del mismo y estaban pintadas y decoradas con motivos y adornos cuyo significado entonces no comprendí. Sus botas aplastaban la hierba a su paso y las zancadas me parecían alargarse más y más, hasta que comencé a notar que me faltaban fuerzas para seguir su ritmo. Él ni siquiera se detuvo., mientras yo me veía obligado a doblar mis piernas y apoyar las manos en la espesura del suelo.

¡Espera! –Grité sin mucha esperanza de captar su atención. Pero, para sorpresa mía, vi cómo Sel-Ho giraba y detenía su marcha.
–No puedo seguir tus pasos. –Le reproché.

De forma instantánea, Sel-Ho emprendió un rápido movimiento con su brazo y, en un abrir y cerrar de ojos, su lanza sobrevolaba el espacio que nos separaba con el viento a favor. Mi único acto reflejo, que no fue apartarme de un heroico salto o atrapar la lanza mediante un fantástico movimiento, consistió más bien en cerrar mis ojos y sentir cómo mi corazón latía de forma tan brutal que ni siquiera me permitió emitir un grito de espanto. Mientras sentía cómo la punta de la lanza cortaba el aire y el sonido penetraba por mi oído izquierdo, alguien tuvo el honor de emitir por mí ése alarido de terror ante una muerte así. Abrí los ojos y mi mano cubrió la herida de mi oreja, un corte no muy profundo que sin embargo no dejaba de sangrar. El hombre en cuyo pecho impactó la lanza de Sel-Ho no tuvo tanta suerte. Él se acercó hasta donde yo me encontraba, aún paralizado, mientras un harapiento guerrero yacía junto a mí, tratando en vano de respirar. El peso de la lanza, clavada justo a la altura del corazón, aunque algo apartada del mismo, le impedía siquiera incorporar su cabeza. La sangre comenzaba a brotar de sus labios; su puño se abría, ya  sin fuerza alguna, soltando una daga de un tamaño ridículo y seguramente hecha por él mismo; ni tan si quiera tuvo la oportunidad de mediar palabra: murió en menos de diez ihns. Su asesino habló por él:

Proscritos. –Dijo al contemplar un escudo sin ningún emblema tallado. –Cuida tu camino, no sólo lo recorras. Cuida tus pasos, hijo de Di-Kur.

El hombre que había tratado de atacarme  yacía muerto a los pies del mercenario. Mi herida bañaba en sangre mi brazo casi por completo y no parecía que fuera a dejar de sangrar, aunque no por ello llamó la atención de mi tutor en ningún momento. Supuse que daba por hecho que sabría cuidar yo solo de un simple corte. Yo ni siquiera le di las gracias por salvar mi vida, aunque era perfectamente consciente de lo que ello suponía. No obstante, otro menester requería mi atención en aquél momento.

Ha ido a la Ciudad del Polvo. Ayúdame. –Indicó Sel-Ho mientras sostenía en sus brazos un par de aparatosas rocas. Yo asentí sin mediar aún palabra. Una a una, fuimos colocándolas sobre el cuerpo del proscrito, hasta cubrirle por completo. No era precisamente de mi agrado el tener que honrar el cadáver de un guerrero que pretendía atacarme por la espalda, mientras que Sel-Ho no se mostró muy predispuesto a contestar ninguna de mis preguntas en torno al rito fúnebre.

Durante el resto de la jornada de nuestro viaje a pie por las llanuras de Turia medité sobre todo lo que había acontecido. Un proscrito me había intentado asaltar a traición, probablemente con el fin de robar nuestras pertenencias aprovechando el factor sorpresa. Sel-Ho me había salvado el pellejo, pero, ¿por qué un hombre solo decide atacar a dos? ¿No estaría actuando con alguien más? A menudo, los proscritos de determinadas regiones se agrupan en comunidades con el fin de protegerse y cuidar, en conjunto, de la integridad de un grupo humano. Con total seguridad, esa misma gente huiría despavorida ante el avance de nuestros carros por las llanuras que reclamamos como nuestras, de los nómadas; pero ahora era conocedor de lo que en ellas acontece cuando los tuchuks no están presentes. Cuando uno ha de cuidar de sí mismo lejos de la Piedra del Hogar. ¡Y eso que acabábamos de emprender el viaje!

No tardamos en reanudar la marcha. Atrás, un montón de piedras más en medio de unas hostiles llanuras indicaban el lugar de una tumba. Por suerte no era la mía, aunque desde ese momento muchas preguntas inundaron mi cabeza de acertijos sin respuesta. Sel-Ho, por el contrario, caminaba como si nada. Pareciera, por su expresión hierática, que en su mente no había lugar para la duda o el temor. Seguía su camino, aparentando que nada ni nadie podría alterar jamás su equilibrio. Un equilibrio que yo envidiaba y admiraba; y que le hacía claramente superior a mí.

A menos de un pasang de distancia, varios de los hombres de Sel-Ho aguardaban nuestra llegada. Eran tarnsmanes mercenarios y creía que resultaba difícil distinguirles unos de otros debido a la lejanía; pero, cuando nos acercamos, me di cuenta de que vestían casi exactamente igual y, del mismo modo, sus armas y accesorios eran similares. Sólo Sel-Ho se distinguía de todos ellos. Desde el punto de reunión volaríamos a su campamento y yo debía ir con los ojos vendados, algo cuya motivación no comprendí hasta mucho tiempo después. El paño que rodeaba mi cabeza a la altura de los ojos tenía bordado un casco de lucha, el mismo emblema que figuraba en los brazaletes que portaban todos los mercenarios. De cada uno de ellos pendían tres finas líneas, una de ellas más corta y dorada. Nunca había visto algo similar, pero no era el momento de hacer preguntas. Sentí cómo se me privaba de la visión y, acto seguido, era cargado a lomos de un tarn. Un penetrante chillido que paralizó mis músculos hizo que una sensación de terror parecida a la que aquél mismo día había experimentado se apoderase de mí nuevamente. A ésta le siguió el vértigo y pronto sentí cómo me elevaba a gran velocidad. De haber sabido que aquella era mi última oportunidad, habría dado cualquier cosa por poder ver los carros una vez más.

2

2

Todos otorgaban un trato muy digno a los boskos, pues los Tuchuk vivimos de ellos. Obtenemos calor de sus excrementos y leche de sus hembras, así como carne de un sabor excepcional. También son indispensables para tirar de los pesados carros en los que vivimos, desplazados día tras día a lo largo de las llanuras. El recorrido va variando, aunque siempre termina dibujando una amplia circunferencia en torno a la tierra que reclamamos como nuestra, dependiendo de la estación del año.

Yo retozaba alegremente entre varias crías del susodicho animal, ajeno a lo que iba a acontecer a lo largo de aquel día y que, sin duda, cambiaría mi vida. El punto de inflexión tenía un nombre: Sel-Ho. Acompañaba a Da-Var por la verde llanura hasta donde yo me encontraba, pero no les vi llegar: me hallaba de espaldas a los carros, tratando de que dos crías de bosko me prestaran la atención que nunca recibía de mi familia adoptiva. Sólo cuando dos alargadas sombras interrumpieron mi descanso me sobresalté y me di la vuelta.

Tal, hijo de Di-Kur. Soy Sel-Ho –Dijo sin más presentación. Da-Vur permanecía callado. El brazo del mercenario transmitía firmeza y se alzaba por encima de su cabeza con la palma de su mano extendida hacia dentro.
Tal. –Dije sabedor de que si no necesitaba más presentación era porque quien se hallaba ante mí era capitán de una de las compañías de mercenarios más temida por todo Gor.
Da-Vur me ha hablado de ti. –Dijo él, antes de un incómodo silencio que duró varios ihns y que, finalmente, logré romper.
Es un honor que tan respetados guerreros conversen sobre mí.
No debiera serlo, pues no son buenas las referencias que acompañan tu nombre.
Ni siquiera tiene nombre –Interrumpió Da-Vur.
En todo caso –Prosiguió el visitante cuentas con la suerte de que tanto él como yo nos preocupemos por la situación.  

Permanecí callado. Cada vez con más frecuencia, me tocaba vivir un drama de éste tipo. Crecí bajo la presión de Da-Vur por tratar de obtener en mí al hermano que perdió en combate; y él siempre tuvo que convivir con la frustrante idea de que yo no sabía ni sostener bien una lanza, pero, lo que era aún más inadmisible, de que no tenía la menor intención de molestarme en aprender. Así, cada poco tiempo, Da-Vur acudía a mí con alguna artimaña mediante la cual pudiera convertirme en una honra para él.

En una ocasión me llevó hasta un carro lleno de esclavos. Los kajiri que allí estaban eran los pocos supervivientes de una incursión en el sur. Hablo de guerras ajenas a los nómadas, pero de las cuales obtenemos grandes beneficios. En aquella ocasión, un cuarto de millar de jinetes asaltó una caravana que se dirigía a Turia con el botín; el grupo se hizo con aquellos esclavos y Da-Vur me hizo acercarme a verles. Siempre trató de persuadirme, diciéndome que así terminan los débiles y quienes no saben defender su Piedra del Hogar. Pero ésta vez había ido demasiado lejos. Sel-Ho era un personaje temido y el hecho de emplear su influencia en él para tratar de coaccionarme denotaba su exagerado interés en reconducir mi vida. Quizá fuera su último recurso, pero yo ya no sabría cómo salir de aquella: sin siquiera darme tiempo a responder, sentí cómo mi rostro se bañaba en el calor de un tortazo que me hizo caer al suelo.
Esto podría hacértelo cualquiera, pues no sabes defenderte. – Reprochó el mercenario.

Da-Vur ni siquiera se movió. Permaneció impasible mientras un fino hilo de lágrima recorría su mejilla por fuera, cayendo hasta deshacerse a lo largo de las marcas de su demacrada expresión facial. Yo le miraba con odio en mis ojos, sin saber que el resto de mi vida le iba a estar agradecido por haber dado aquél primer paso.

¿Y quién iba a querer atacarme así sin ningún motivo? –Pregunté confuso, incluso de manera estúpida, mientras mi mano cubría mi mejilla y me aliviaba absorbiendo el calor.

El odio que, de manera instintiva, sentí durante ihns contra el famoso Sel-Ho, pronto se tornó temor, hasta dar paso a la intriga y a la condición de hombre inferior. Entendí entonces que carecía de algo necesario; no por afán de contentar a Da-Vur, sino por ser un elemento indispensable entre las cualidades de cualquier hombre, nómada o no. Hasta ese momento, me había preocupado más de disfrutar de una vida carente de responsabilidades e invadida de placeres sensoriales. Pero aquella tarde, entendí la verdadera necesidad de la violencia en el hombre y en su condición de ser humano; la agresividad y la capacidad defensiva  como factor indispensable para la supervivencia de los pueblos. Y si Sel-Ho sólo había necesitado un movimiento de su brazo para hacerme comprender algo así, me preguntaba entonces qué sería capaz de aprender con él. Como si de una lectura de mi mente se tratase, el mercenario se pronunció:

En realidad, te hacemos un favor. Levántate. –Ordenó. –Vendrás conmigo a mi campamento. Allí te convertirás en lo que siempre has debido ser.
No sabré agradecértelo. –Dijo Da-Vur, avergonzado.
Ha encajado el golpe y ha callado. Ha comprendido. –Contestó el mercenario. –Merece la oportunidad; será mejor que se prepare.

Da-Vur no dijo nada y clavó su mirada en mí. Sus ojos, cansados, denotaban tristeza a través de una vista rasgada que trataba de evitar que la conversación se prolongase. Sentí que le habría gustado poder entrenarme y hacer de mí lo que iba a tener que hacer un extraño en su lugar. Yo, de manera simultánea, sentí vergüenza de mí mismo. Él se despidió de mí:

Prepara tus cosas. Es hora de marchar.
Te deseo bien. –Dije tratando de incorporarme.

Rumbo al gran carro donde siempre había vivido ajeno a la verdadera vida de un hombre, me preguntaba qué me aguardaba más allá de las llanuras; qué nuevas cosas aprendería al lado de Sel-Ho; y, sobre todo, si algún día volvería a pisar aquél mismo suelo como un auténtico guerrero. Desde el momento en que vi llorando a Da-Vur, toda mi preocupación se centraba en saber si sería capaz de regresar a los carros a hacer que se sintiera orgulloso de mí. A reparar el daño que le había estado haciendo sin haberme dado cuenta.

Te deseo bien. –Le escuché decir a mi espalda mientras me alejaba.

1

Parte I: El mercenario


1


Como si con decenas de dagas me apuñalaran al mismo tiempo, una sensación de dolor recorrió mi piel haciendo que recobrase el conocimiento. Mi cuerpo, desnudo excepto por un harapo que hacía de túnica de esclavo, moría al contacto con la nieve.

Mucho tiempo atrás, yo era un enclenque muchacho de las llanuras que rodean Turia de nomadismo y asaltos a caravanas. Mi tribu, los Tuchuk, las habita desde incontables generaciones junto a otras tres tribus vecinas: los Kassar, los Paravaci y los Kataii. Así que da igual por cuál de las nueve puertas de Turia pretenda entrar un mercader, porque un nómada le habrá cortado el paso diez pasangs antes de llegar. Vivimos de los turianos, en una extraña simbiosis producto de una mezcla de violencia y mercado. Pero yo nunca supe adaptarme bien a la vida entre los carros nómadas.

Crecí al cargo de Da-Var, un comandante de un millar que me crió después de que perdiese a mi familia. No les recuerdo, ni conviene entrar en detalles sobre esa etapa de mi vida. Sólo sé que, por condicionantes de todo tipo, crecí difícilmente entre los nómadas. Pese a ser custodiado y educado por un guerrero, hermano de mi padre, también gran luchador, nunca se me dio bien el manejo de las armas. Las quivas jamás acertaban en el blanco si yo las arrojaba; la lanza siempre fue demasiado pesada para mi débil brazo, que colgaba de mi torso como una mera prolongación inservible y sin fuerza; mi puntería con el arco era muy limitada, y si se trataba de disparar montado en una kaiila, ya ni siquiera era capaz de cargar la flecha a trote; quizá la boleadora se me diera algo mejor, pero las tres piedras que la conformaban pesaban demasiado para mi cintura estrecha y huesuda. Así, tardé poco tiempo en ser la vergüenza de Da-Var, un vanidoso guerrero que contaba con todas las marcas significativas de los Tuchuk en su rostro. La roja, la del coraje, se repetía en dos ocasiones a lo largo de su piel, uniendo sus ojos y su nariz mediante una línea roja tallada en su carne a base de sangre y acero. Cada una de las marcas de su cara le daba a su mirada una actitud aún más orgullosa. Da-Vur era muy respetado entre los carros y sus hijos seguían los pasos de él.

Damcha, el más mayor de ellos, era al mismo tiempo el más atento a cualquier acción mía para herir mi orgullo. Cualquier gesto torpe o palabra desacertada era una ocasión para poder tratar de ofenderme y humillarme. Y Chatak, el tercero de ellos, no tardaba nunca más de un ihn en acompañar con una risa falsa cada uno de los ataques. A mí nunca me importó. No sólo era una vergüenza para el pueblo, sino que además era un hombre incapaz de preocuparse por ello. Jamás me produjo la más mínima inquietud el ser objeto de risas por no ser un guerrero como Da-Var; o por el hecho de no tener siquiera un nombre. Siempre fui “el hijo de Di-Kur”, mi padre, ya que en mi tribu nadie tiene el honor de contar con un nombre hasta que se hacen méritos para lograrlo.

En realidad, pocas son las palabras necesarias para describir mi vida al margen de los carros. Yo también era nómada, como mi pueblo, pero alimentaba mis días con una devoción distinta. Me entretenía jugando entre los boskos o tratando de descubrir hasta cuántos tipos distintos de flores y plantas podía encontrar a lo largo de cada viaje en carro. Corría al lado a las crías de kaiila o me acercaba a las jaulas de eslines para provocarles y ver sus reacciones. Siempre fui muy amante de todo aquello que nos rodeaba y pocos apreciaban, pero sobre todo de los animales. Eso también daba lugar a que Damcha y su bufón me apodasen de muy distintas formas:

¡Kajira! ¡Corres junto a la kaiila como una esclava! –Exclamaba entre risas el primogénito de Da-Vur.
¡Cierto! Entrena para poder ser una buena kajira. –Terminaba sentenciando Chatak.

Yo, sin embargo, hacía caso omiso de sus burlas. Lo mismo hacía el segundo de los hermanos, Kii. No recuerdo que jamás entrara al juego. De él, en realidad, casi no tengo recuerdos que hayan grabado en mi memoria una mala sensación. Sólo retengo su imagen junto a la gran rueda del carro, afilando la punta de su lanza o practicando con sus quivas. Pese a no ser el primogénito, era muy diestro con todas ellas y superaba con creces en habilidad a sus hermanos, incluyendo a Damcha. Kii siempre estaba callado y sólo hablaba si era necesario. El resto del tiempo se limitaba a entrenarse y observar lo que le rodeaba en un incómodo silencio que provocaba que le admirase aún más. Si alguna vez tuve un hermano a lo largo de mi infancia, ése fue Kii.